Mientras más leo este libro, más me siento identificado con la relación de Kafka y su padre. Y no precisamente por algo bueno. Es triste, porque como Kafka, yo igual veía a mi padre con esa admiración. Lo veía tan inmenso, con un amor tan grande, casi tan grande como el odio que le tengo ahora. Un amor que nunca pude demostrarle, aunque era obvio. ¿Cómo iba a dar algo que nunca había recibido? Porque no me habían enseñado siquiera a cómo demostrar ni recibir algo tan simple, como el amor. Puedo contar con los dedos de mi mano izquierda las veces que mi padre me ha abrazado. Puedo contar con 3 dedos las veces que me ha dicho te amo, puedo contar con uno, cuantas veces me ha dicho algo viendome a los ojos. Antes veía a papá con orgullo, pero también lo veía con ese miedo, con ese afán de a veces contradecirlo. Porque entre más crecía, más me daba cuenta de que a la persona que menos me quería parecer era a él, no queria tener su mirada, no queria tener su voz, no quería volver a llamarlo...